lunes, 26 de diciembre de 2016

VIAJE A PERU. ENTRADA 9. CHACHAPOYAS

Después de un par de días en Lima, en los que Ana y Eva han tenido una jartá de visitas y reuniones, y las dos chicas y yo hemos aprovechado para ver mercados, pasear, llevar la ropa a una lavandería (que verdadera falta le hacía), ver algunas cosillas de los juegos olímpicos, etc. llega el momento de empezar el periplo selvático: La Amazonía.


Hoy hemos batido todos los record de tiempo desde el traslado del hotel al aeropuerto. Normalmente tardamos entre 40 y cincuenta minutos, y esta mañana lo hemos realizado en la mitad de tiempo, un poco más de veinte minutejos. Se ve que alguien muy importante estaba haciendo el mismo trayecto que nosotros, iba detrás de nosotros y eso ha hecho que nos hayamos encontrado todos los semáforos en ámbar y en cada uno de los cruces al menos un policía dándonos prisa para pasar. Rápido, rápido, te hacían señales gesticulando con las manos. Perfect. Vuelo cortito de una hora y algo a Tarapoto.

Bajarnos del avión, salir de la terminal y sentir un golpetazo de sofoco es todo uno. Del fresquito de Lima al calor de la selva. En realidad no hace tanto calor, al menos para un sevillano, apenas son una treintena de grados; es la humedad bestial que te empapa al menor esfuerzo. Como cuando entras en una de esas saunas que hay en los spas de algunos hoteles y parece que el vapor te da una bofetá.


Legando a Tarapoto

Nos espera una “van” que nos ha de trasladar a nuestro siguiente destino: Chachapoyas (sin premio, dejémonos de coña,  que esto lo coge el escatológico del Carlitos Herrera y te monta un número de padre y señor mío). El trayecto es de apenas 360 kilómetros, como de Huelva a Granada, pero se tardan al menos ocho horas en recorrerlos. Cuando me dice nuestro chofer que serán ocho horitas, no me lo creo, ¿Cómo leches vamos a tardar ocho horas? ¿Es que vamos a ir a velocidad de tortuga? La van es minúscula y entre nosotros y las maletas va a tope, sin el menor espacio libre para estirar un poco las piernas. Yo me siento delante con el conductor y en vista de que vamos a estar muchas horas juntos codo con codo, intento en repetidas ocasiones establecer una mínima conversación con el colega, pero lo único que le saco son monosílabos. Le preguntase lo que le preguntase, me contesta con un escueto monosílabo: sí o no y eso es lo que  hay.

No estoy muy seguro de si este tío me entiende o no, tengo la mosca detrás de la oreja y me estoy mosqueando.  En algún momento dado me huele que me contesta al tuntún y estoy pero que muy tentado de hacerle una pregunta trampa del tipo “¿usted cree que realmente a Newton le cayó una manzana en la testa y a partir del porrazo recibido se le encendió la chispa y dedujo la ley de gravedad, o más bien piensa que eso es un bulo bienintencionado propagado por las hordas masónicas?” a ver por dónde sale, pero no me atrevo, no vaya a ser que se me ponga fiera y me monte un número.

El buen hombre ha puesto en el UBS de la van un pen donde acumula miles de cumbias, y hacemos todo el trayecto envueltos en esa música de letras pasionales, amores prohibidos y tormentosos y cuchilladas sentimentales. Cuando me bajo en Chachapoyas estoy de cumbias hasta los coyuntus neus pero, inconscientemente, se me ha metido el gusanillo en la barriga y me bajo de la van dando pasitos de baile hasta que mi mujer me mira con carita de asombro y un rubor pecaminoso me colorea las mejillas. Menos mal que las letras son en español, y disfruto con esas historias truculentas de amores desgarradores, celos patógenos y reconciliaciones imposibles. Este viaje lo hace Marcial Lafuente Estefanía, y con las letras de las canciones tiene argumentos para otras cien novelas.

A la vuelta, con el mismo conductor y temiendo otra sesión de cumbias, utilicé el subterfugio de que mi mujer tenía que cargar el móvil y le jodí el invento al monopolizar la única entrada UBS de la van. ¡Qué tranquilidad de viaje sin tanta cumbia por medio!

El viaje es sencillamente precioso y lo disfruté de lo lindo. Yo tengo esa facilidad para sacarle partida a todos los viajes, que se le va a hacer; me encanta observar el paisaje. Los primeros cien kilómetros son relativamente llanos, de tierras semicultivadas donde abundan plataneros, cocoquetos y arrozales. Los arcenes de la carretera están llenos de casitas bajas  rodeadas de frutales y donde, invariablemente, en la puerta de cada una de esas construcciones hay un par de mujeres que tejen o cosen y hacen de guardianas de grandes lonas tendidas en el suelo donde se secan granos de café o cacao. Si son jóvenes no hacen ni una cosa ni la otra; se dedican a hablar por teléfono como cualquier joven en cualquier lugar del mundo.

Luego empieza una zona selvática de naturaleza apabullante y orografía un poquito peliaguda, plagada de subidas y bajadas con curvas imposibles. La carretera está muy bien y en las curvas se amplía. Aun así, en una de ellas, un camión tráiler cargado con enormes troncos de madera que nos encontramos de frente nos mandó por derecho a la cuneta, y ni se inmutó el cabronazo del conductor que siguió como si tal cosa. A mí, que lo vi prácticamente encima, no me dio un infarto de puro milagro, pero el tembleque en las piernas me duró un buen rato.

Aquí las casas ralean. De vez en cuando una señal en la carretera que pone “Zona urbana” nos indica que, un par de curvas más adelante, nos encontraremos con dos o tres  casitas con techo de chapa, algunos perros que nos ladrarán al pasar, mujeres y niños y, un poco más apartado, entre el escaso margen que hay entre el asfalto de la carretera y la selva, un guarro comiendo o dormitando plácidamente amarrado por una pata a una estaca. Lo que no faltan son hombres  machete en mano. Los ves andando por el arcén en medio de la nada o saliendo de la selva por alguna trocha con un racimo de plátanos al hombro; también algunos niños cuidando de una solitaria vaca en pequeños huecos que deja la feraz selva, tan pequeñajos que al andar, el machete que llevan va rozando el suelo soltando chispitas. Muchos motocarros conducidos por chavalines cargados de mujeres, plátanos, cocos o cualquier otro tipo de fruta.

La selva al fondo
Pasada esta zona montañosa y selvática de peligrosa carretera entramos en la amplia planicie del Alto Mayo. Estamos en zona de arroz; campos de arroz por todos lados. A diferencia de los arrozales del Gualdalquivir donde todos se siembran, se cultivan y se recogen en el mismo tiempo, aquí, al ser la temperatura constante durante todo el año, hay arrozales en todos los estadios de producción. Al lado de una parcela donde una decena de hombres encorvados se afanan en sembrar, hay otra con el arroz crecido ya un par de cuartas, y al lado, sin solución de continuidad, otra donde están ya recolectando.


Campos de arroz del Alto Mayo

Muchos pueblecitos, muchos almacenes y muchos camiones, pero sobre todo muchos motocarros. La carretera aquí es rectilínea, con rectas interminables pero llenas de enormes y altos  “rompemuelles” (badenes para nosotros) de cemento que ralentizan enormemente la circulación en un constante acelero, me paro, acelero, me paro... Observo estupefacto que la existencia de rayas continuas o discontinuas en el asfalto es meramente ornamental, ya que nadie le hace el más mínimo caso y, lo que ya me deja alucinado, tampoco se le hace caso a las motos, bicis o motocarros que te encuentras en el camino. Que te encuentras un vehículo más pequeño que el tuyo delante de ti, pues le pitas para para que se aparte por la cuenta que le tiene; que lo ves venir de frente y tú en ese momento vas a adelantar, pues adelantas como si no viniese nadie y el otro que espabile. La ley del más fuerte, simple y llanamente.

A los autobuses y camiones se les adelanta en los rompemuelles, al tener ellos que transitarlos más lento que tú; si por casualidad en ese momento viene un coche de frente, por un acuerdo tácito, se para y te deja pasar. ¡Alucina, vecina!

A las cinco horas paramos a comer en un “restaurante” perdido donde Dios dio las tres voces, en medio de una exuberante cañada. El establecimiento es un  galpón con  paredes de madera donde nos pusieron las cervezas a temperatura ambiente (temperatura ambiente selvática entiéndase) y comimos un filete de chancho (cerdo) con arroz mientras las gallinas del dueño picoteaban a nuestro alrededor. Por cierto, años hacía que no veía a una gallina clueca picoteando en el suelo, contorneándose toda ufana con toda su pollada tras ella imitándola y pisándole los talones. Me enterneció la imagen.

En los últimos cien kilómetros el paisaje vuelve a cambiar por completo y empezamos a subir hacía los Andes, en la frontera con la selva. El follaje va despareciendo y la carretera vuelve a empinarse, un constante subir y bajar para ir sorteando los muchos desfiladeros y barrancos que hay por estos parajes. Los kilómetros finales, antes de la última subida que nos lleva a Chachapoyas, se hacen en paralelo junto al caudaloso y trepidante río Utcubamba, en un cañón espectacular.



Cañon del Utcubamba

En muchos tramos la carretera está empotrada en la pared rocosa, en semituneles hechos a base de pico y pala. A las siete de la tarde, después de más de ocho horitas de ajetreo, cumbias, curvas y leche en pepitoria, llegamos por fin a Chachapoyas y nos instalamos en el hotelito que tenemos reservado; chiquito, humilde, pero con una señora encantadora que lo regenta y hace prácticamente de todo.

Chachapoyas se yergue en la vertiente oriental de la cordillera de los Andes, en una planicie de la cuenca del río Utcubamba. Su nombre proviene del vocablo nativo “sachapuyos” que significa ‘hombres de la neblina’, atribuyéndole este nombre por la densa neblina que habitualmente cubre el cerro de Puma Urco, el cual se encuentra junto a la ciudad. En un lejano y heroico antaño los “Chachapoyas” se unieron a “nuestros mejores amigos los españoles” contra el Inca.


Plaza Mayor de Chchapoyas
La ciudad está en fiestas patronales en honor de Santa Asunta, y hay una enorme animación en la plaza principal, engalanada junto a algunas calles que dan a ella para la ocasión. Mucho espectáculo callejero años ochenta, bastante chabacano desde nuestro europeísta punto de vista y basado en las burlas y mofas de los que se prestan a participar

Estamos tan cansados del viaje que damos una somera vuelta por el centro, buscamos un buen restaurante donde tomarnos unas birras heladas, comer algo para reponer fuerzas, y nos vamos a la cama a dormir como unos benditos. Ni nos enteramos del ruido de los fuegos artificiales que hubo, y eso que el hotel está muy, muy cerca de la plaza.
De paseo por una de sus calles
Eva en un patio tradicional

Mi habitación está en la planta baja y da a un enorme y desangelado patio interior. A eso de las cinco de la mañana un puñetero gallo, salido de no se sabe dónde, se pone a cantar al lado de mi ventana. Me asomo y lo veo allí, todo chulapo y encrespado, lanzando su desafío mañanero a todo bicho que ose retarlo. Tentado estoy de saltarme e intentar trincarlo para apaciguar su furor y que me deje dormir en paz, pero no me atrevo. A la madrugada siguiente  y a la otra, cuando se repite la matutina historia, me arrepiento por mi cobardía.

        El día siguiente, aprovechando que es domingo, tenemos excursión a la catarata de Gocta de 771 m (en dos caídas, una de ellas de 540 m.) lo que la ubica en el lugar n.º 15 en la lista mundial de cascadas.  Si se cuenta sólo la caída de 540 metros, entonces resulta que es el séptimo salto más alto del mundo en una sola caída libre. Lo mismo da que da lo mismo, el caso es que es una catarata de padre y señor mío, y eso que estamos en temporada seca. Para ver  la chorrera, como le dicen por allá, nos llevan en autobús hasta el pueblecito de Cocachimba del que parte un sendero de ocho kilómetros que lleva hasta el pie de la cascada.



      Durante todo el trayecto el guía no deja de decir que la excursión exige un buen nivel físico y que hay constantes subidas y bajadas durante las seis o siete horas que se tarda en ir y volver. A quien quiera se le ofrece la oportunidad de hacer casi todo el trayecto a lomos de caballos que los aldeanos te alquilan por cuarenta soles. A la ida solo dos de los casi cuarenta que estamos se deciden a alquilarlos.

      Mi hija durante el trayecto en el bus a Cocachimba se ha sentido malucha y hemos tenido que parar para que vomitara; ya ayer noche no se encontraba muy bien y no quiso cenar, lo que es un auténtico milagro en ella.

Hemos empezado la excursión con todos los ánimos del mundo, como campeones dispuestos a comerse lo que se le ponga por delante a mordiscos rabiosos, pero que va, todo el fuelle se nos fue por la boca. Rocío y yo nos empezamos a quedar atrás con las primeras subidas, ella porque está muy floja y yo porque me pesan mucho los años y sobre todo los kilos. A los dos kilómetros hemos tirado la toalla y los dos nos hemos vuelto hacía el pueblo, y allí nos hemos instalado cómodamente en la terraza de un hotelazo de lujo con unas vistas a la cascada de escándalo. Yo me he refrescado del sofoco con cervecita fría y mi niña con su Coca Cola Zero de rigor.


Vista de la catarata desde el hotel
Dos butacones donde estirar los pies y un paisaje de ensueño. Entre trago y trago me mentalizo que nada más comenzar el curso empiezo mi vigesimoprimera dieta. Esta vez la buena, sin duda.

Si a la ida sólo dos personas iban a caballo, a la vuelta la historia se cuenta de otra forma.  A la vuelta son un montón de ellos los que vuelven montados sobre las bestias, vamos casi todos menos las más aguerridas y valientes, Eva, Ana y Eva entre ellas.Los lugareños, astutos como zorros, tenían una remesa de caballos a los pies de la catarata sabedores de que muchos se rendirían a la comodidad. No se equivocaron ni un pelo. ¡Cómo nos conocen los jodios!

Cuando, al cabo de una eternidad, aparecen las tres chicas, lo hacen con una enorme cara de satisfacción, orgullosas de haberlo logrado y encantadas con la experiencia. Encima han tenido la oportunidad de haber visto un rojo “tunqui” o gallito de las rocas.
En el sendero hacia las cataratas

                Almorzamos en el pueblo en un restaurante en el que previamente antes de la salida habíamos concertado el plato que queríamos a elegir entre tres opciones cerradas que nos daban, cerradas y bien cerradas. Si el plato era con papas cocidas y tú lo querías con patatas fritas, nanay de la China, de cambios nada caballero, y no insista usted que no hay nada que hacer. Son tela de cerrados y no hay forma de que admitan cambios. Durante la cena de la noche anterior en La Tushpa, cuando pedimos los platos de la comanda, le dijimos al señor que nos atendía que no nos pusiesen ensalada, aunque en la carta venía como guarnición. Como el que oye cantar morena, cuando nos trajeron a la mesa las viandas, estas, como no podía ser de otra forma, venían acompañadas de su montañita de ensalada. Incorregibles; si aquí pone esto, esto es lo que hay y chitón.

                A la vuelta la que se puso indispuesta fue Ana, con un golpe de calor que hizo que nos llevásemos un buen susto, pero que, gracias a Dios, se quedó en agua de borrajas.

                De vuelta al hotel, y después de la ducha y el descansito reparador, salimos a dar unas vueltas y nos fuimos a cenar a un restaurante que nos habían recomendado dos vascos con los que pegué la hebra mientras esperaba a que las mujeres volvieran de la excursión (los vascos fueron y vinieron a caballo, por lo que llegaron con bastante antelación). Me lo vendieron muy bien, con la única pega de que eran un poco lentos, cosa que por lo visto es bastante común ya que la noche anterior también nos pasó a nosotros en otro restaurante diferente.

                El restaurante se llama El Batan del Tayta y es bastante extraño en cuanto a decoración y mobiliario. Cuando llegamos estaba casi vacío; apenas un par de mesas ocupadas. Nos atiende una chica y nos da una escueta carta para que elijamos. Mientras vemos la sucinta carta, nos pedimos unas cervezas y le pedimos a la chica que nos ponga un ceviche de trucha. Después de mirar y remirar los platos que hay en la carta, no nos decidimos por ninguno de ellos. Sin embargo, los cuatro comensales que están en la mesa de al lado y que están alojados en el mismo hotel que nosotros, están disfrutando de unas esplendidas viandas en unos originalísimos platos. Llamamos a la camarera y le preguntamos por lo que están comiendo nuestros vecinos, nos dice qué es pero nos especifica  que eso no está en la carta, que ellos lo encargaron por la mañana para que se los tuvieran preparado.  Porca misería. Al cabo de cuarenta minutos, sin exagerar, y después de pensar que estarían pescando las truchas, nos traen nuestro ceviche en un barquito, muy mono todo, monísimo de la muerte. Cuando nos abalanzamos sobre él y empezamos a deshacer la enorme montaña de cebolla picada que lo cubre buscando los trozos de trucha, esta no aparece ni por asomo; desaparecida en combate. Apenas dimos con tres o cuatro trocitos del tamaño de la uña del dedo meñique. Con cara de pocos amigos lo devolvimos no sin antes pegarle una buena bronca a la camarera.


Mucha cebolla y pocas nueces, digo trucha

Nos largamos con viento fresco y acabamos comiendo una pizza (yo no, evidentemente, yo me comí una parrillada de carne) en un bar donde ondeaban una ikurriña y una estelada. A llegar al bar y ver las banderas empezamos con el cachondeo de que les faltaba una de La Republica Libre de Triana. Cuando casi estamos acabando de cenar nosotros cuatro, a Eva no le habían traído aún su pizza por lo que llamamos a la camarera y le preguntamos por la tardanza, y nos dice la cuajona que es que se ha acabado el queso. Mi mujer se acostó sin cenar y con un mosqueo de madre y señora mía. Yo creo que se lo hicieron a posta por el cachondeito de la bandera trianera.

El siguiente día nos toca trabajo. Es jornada laboral para Eva y Ana, que van a visitar a unos alumnos que están colaborando en un colegio para niños con necesidades educativas especiales, a la vez que enseñan técnicas específicas a las profesoras cuidadoras de dichos niños. Nos trasladamos hasta Mendoza a apenas 75 kilómetros de Chachapoyas, pero que suponen casi tres horas y media de viaje.


Me cago en los coyuntus neus de la carreterita

Si antes ya hemos transitado por carreteras de montaña en las que es mejor rezar, esta que cogemos ahora es de auténtico pánico. Como dice el dicho, no se la deseo ni a mi peor enemigo. La carretera no mide más de cuatro metros de ancho y evidentemente no caben dos coches más que en algunos lugares donde expresamente hay ensanchamientos para ello. Esto no sería un gran problema si la carretera transitara por un lindo llano, pero claro, no es el caso.

El camino discurre por las laderas de montañas tela de altas y siempre a uno de los laterales de la carretera hay un precipicio de carajo. Yo voy al lado del chofer que se sonríe cada vez que hago gestos de miedo, que es constantemente y eso que a la ida el precipicio lo tengo en el lado contrario de donde voy sentado. A la vuelta, le cedo gustosamente el sitio a mi hija y, no contento con eso, cuando transitamos por esa zona voy con los ojos bien cerrados haciéndome el dormido.  Me comenta el chofer que para carretera espectacular la de Cajamarca, que a esa no hay ninguna que le eche la pata. ¡Por Dios, no me lo quiero ni imaginar!

Antes de cada curva se pita copiosamente para avisar si viene otro vehículo de frente, menos mal que son apenas una decena de kilómetros; luego ya entramos en valles y zonas no tan abruptas. Durante muchos kilómetros vamos en paralelo a un caudaloso río (aquí todos los ríos llevan agua por un tubo) y me sorprende no ver a nadie pescando. De hecho en todo el tiempo que llevo en Perú, sólo he visto a dos niños pescando con un sedal amarrado a un largo palo en un riachuelo junto a Cusco. Intrigado le pregunto al chófer y me contesta que los avíos para pescar son muy caros y que nadie pesca con caña; la modalidad que se utiliza es con explosivos. Tiran un cartucho de dinamita y la onda expansiva mata todo lo que hay alrededor de donde cae, luego no hay más que recoger los peces a medida que van saliendo, ya cadáveres o simplemente aturdidos, a la superficie del agua. Apostilla la conversación diciendo que eso lo hacen solo algunos años, que luego hay que dar unos años de estricta veda para que la población pueda reponerse de las bajas sufridas. Menos mal, me tranquiliza lo de la veda.

Pasamos por un palmeral, El bosque de palmeras de San José y Ocol, que es una monería, una preciosidad, de estampita para poner como fondo de pantalla del ordenador. Estas palmeras no dan fruto alguno que se pueda aprovechar y su única utilidad es para hacer tablones con la madera de su tronco hueco; de hecho todas las vallas que vemos durante el camino están hechas con este material. Tanta cantidad de palmeras y ni un mal dátil que llevarse uno a la boca.


Palmeral de San José

Pasamos la mañana en EL CEBE Virgen del Carmen, un Centro de Educación Básica Especial, viendo el trabajo que allí se desarrolla y en posteriores reuniones. El CEBE es una institución educativa que atiende con un enfoque inclusivo a los niños, niñas y adolescentes con discapacidad severa y multidiscapacidad en los niveles de inicial y primaria.


Con los niños del Virgen del Carmen
Después de la jornada laboral, nos trasladamos todos juntitos al centro de la ciudad para comer, concretamente a la chicharroneria Rosita especializada en pollo. Como haya unos dos kilómetros entre el colegio y el restaurante, para trasladarnos a él paramos al primer coche que pasó y nos acomodamos los ocho como buenamente pudimos, previo pago de dos soles por cabeza. El dueño del coche encantado con el dinero extra que se encontró y nosotros nos ahorramos una buena caminata por un precio ridículo. El corto viaje, como ya dije 2 kilómetros mal contados, me pegó una paliza de aupa y me dejó los riñones y las posaderas molidas.


Cogiendo el bus

                Por la tarde, ya de vuelta al hotel en Chachapoyas, seguimos con la rutina de siempre; ducha y un ratito de descanso, aunque Eva y Ana no pudieron descansar ya que se tuvieron que ir pitando a una cena de trabajo con el director de la DREA (Dirección Regional de Educación de la Amazonía).

Rocío, Eva y yo nos fuimos a patear la ciudad y buscar un buen sitio para cenar, lo que por cierto, nos costó bastante pues nos encontramos muchos establecimientos cerrados. Se ve que, una vez acabada las fiestas patronales, los negocios se toman unos días de vacaciones como en todos los lugares del mundo.

A las diez acurrucaditos y frititos entre las sábanas.
Me duermo pensando en el puñetero gallo.
Mañana toca el retorno a Tarapoto.
 Otras siete horitas de traqueteo en la van y cumbia tormentosa.
Ronco como un bendito.

Posdata: Nos hemos quedado con las ganas de hacer una excursión a Kuélap, importantisimo sitio arqueológico preinca con una curiosísima cultura funeraria. Monumento grandioso de más de 600 metros de largo y con murallas de hasta veinte metros de altura situado en lo alto de una pared rocosa a 3.000 metros de altitud. En mi próxima visita no me lo pierdo de ninguna de las formas.

La encantadora señora del hotelito donde nos hemos quedado nos lo aconsejó efusivamente y puso cara de no comprender nada cuando desistimos de hacer la excursión; pero el tiempo es el que es y, sintiéndolo de corazón, no nos ha sido posible.

Otra vez será.


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